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Ignorantes, pero llenos de certezas

El mundo se divide entre los que aún conservan la capacidad de escuchar al otro y los que la han perdido. Es decir, entre quienes admiten que, más allá de sus convicciones, existen otras perspectivas que podrían enriquecer la comprensión de las cosas, y quienes descartan de plano cualquier otra mirada que no sea la propia. Estos últimos, los dueños de la verdad, parecen ir consolidando una inquietante mayoría. Con un agravante: cuando aquello que contradice sus opiniones es tomado como un agravio que pone en jaque la propia identidad y propaga el mal sobre la Tierra, el que no escucha deviene paranoico o fanático. A veces, ambas cosas a la vez. Esto quizá ocurre porque el proceso en el que dejamos de escuchar al que piensa distinto muchas veces está ligado a otro más sutil: dejamos de escucharnos a nosotros mismos para escuchar solo la voz de un gurú o un líder idealizado, cuyo relato aplaca los miedos íntimos que no estamos dispuestos a afrontar o canaliza el resentimiento nacido en humillaciones previas. El que escucha al otro, el que admite otro punto de vista, se abre en cambio a la complejidad del mundo y acepta moverse en el territorio de la duda. En esa actitud de apertura, manifiesta que está dispuesto a aprender a través de un arte que parece en vías de extinción: el diálogo.

Empecé a escribir esta columna, semana a semana, hace más de diez años. Supe desde el principio que lo único que podía ofrecer era mi propia mirada sobre el asunto del que me ocupara. Se trata de un texto de opinión, en el que la subjetividad entra necesariamente en juego. Bajo la premisa de ser honesto conmigo y con los lectores, escribía y escribo con una única certeza: todo lo que diga será siempre parcial y limitado en un doble sentido: responde a mi perspectiva de las cosas, por un lado, y estará lejos de agotar el tema en cuestión, por el otro. Siento que el ejercicio vale la pena cuando mis ideas o percepciones abren un debate y despiertan una conversación en el foro de lectores; cuando los que se ven identificados con ellas entran en un ida y vuelta de mutuo respeto con aquellos que las cuestionan. Esto, que enriquece lo que uno escribió, ocurre cada vez menos. Aunque sigue siendo vehículo de reflexiones agudas, ahora el foro, más que un espacio de conversación, es la arena de disputas violentas. Claro, esto refleja lo que ocurre fuera de la Web, ¿o viceversa? Como sea, vale el debate caliente y áspero, y más si se trata de política. Lo que no vale es cancelar al otro mediante la descalificación, el insulto o la presunción injustificada de su deshonestidad o mala fe.

«Las redes nos han encapsulado en burbujas que nos aíslan del conjunto, hoy disgregado en muchas “tribus ideológicas” que solo se alimentan de sus dogmas y rechazan la duda»

Vivimos tiempos en lo que nadie escucha a nadie. Esa es la sensación. Como si se hubieran acabado las preguntas: todos tienen las respuestas en la punta de la lengua y las gritan a todo pulmón, como para que se impongan en medio del ruido y la confusión general. Cada cual esgrime el arma de su certeza. Pero lo cierto es que vivimos en medio de una transformación tecnológica que lo está cambiando todo, desde la consistencia misma de la realidad hasta el concepto de lo humano, y es muy poco lo que podemos entender de esta transformación radical que asimilamos a los tumbos y que impacta en todos los órdenes, de la política a la vida privada e íntima, tanto en forma local como global.

Mientras nos cambia, la revolución tecnológica nos escamotea los medios para lidiar con ella a fin de potenciar los aspectos benéficos y encauzar los negativos. En medio del auge de una comunicación como nunca existió, el mundo es una Babel donde los idiomas se han multiplicado y nadie se entiende, una consecuencia de lo que podríamos llamar “la fragmentación algorítmica”. Las redes nos han encapsulado en burbujas que nos aíslan del conjunto, hoy disgregado en muchas “tribus ideológicas” que, en su endogamia, solo se alimentan de sus propios dogmas y rechazan la duda, así como toda alteridad. Esto se verifica aquí, allá y en todas partes: en los foros online, en el Congreso y hasta en los grandes organismos internacionales, hoy incapaces de dar respuesta a problemas comunes acuciantes, como por ejemplo las guerras. A decir verdad, el ocaso del diálogo pone en cuestión la misma noción de espacio común.

No entender. Este es el título que llevará la autobiografía póstuma de Beatriz Sarlo. “Es una autobiografía centrada en el hecho de no entender, que es mi experiencia constitutiva –dijo la ensayista en 2022–. Uno podría decir que solo me he interesado por aquello que no entiendo, con lo cual también se podría decir que no he terminado de entender nada”. Toda una declaración, en alguien que tuvo opiniones fuertes durante toda su vida. En su última lección antes de partir, el martes, la gran intelectual argentina no pontifica con un pensamiento o un concepto, sino que ofrece el testimonio de una actitud: la de buscar, siempre. Contra todo fanatismo, hace falta humildad para aceptar que la verdad última de las cosas está siempre adelante nuestro. Y que, además, cambia de acuerdo a la perspectiva. Solo queda dialogar entre nosotros, siempre que haya buena fe, para tratar de definir sus esquivos contornos y preservar la convivencia.

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